LA COMPETICIÓN DE BOULDER
En las calles antiguas de París, bajo la sombra de la Torre Eiffel, se alzaba una estructura de dimensiones paquidérmicas de bloques multicolores que, componiendo una pintura de belleza escultórica, convertía el cielo azul parisino en un simple fondo plano.
Los mejores escaladores del mundo se habían reunido para la Copa del Mundo de Boulder, y entre ellos, Jan, un luchador de diecinueve años. El latido del corazón le resonaba en el pecho y con la boca seca prefería no hablar, Jan sabía que todo se decidiría en un instante. Todo su esfuerzo, días de entrenamiento, esperanzas propias y expectativas de sus padres y entrenador, se materializarían en un segundo concreto que lo definiría todo.
La mañana había llegado con una suave niebla que acariciaba las piedras del Sena, cuando Jan se encontraba sentado en un rincón tranquilo, rodeado por el murmullo de los otros competidores y el ruido de los preparativos. Recordaba las palabras de su entrenador, que siempre le decía: «Los objetivos no se conquistan con la fuerza de los músculos, sino con la fuerza de la determinación.» Sentía las manos sudorosas, un recuerdo constante de sus miedos. Miedos que llevaba arraigados desde la primera vez que compitió, cuando era solo un niño y sintió por primera vez la sensación de estar suspendido entre la gloria y el olvido.
Pero también recordaba la primera vez que hizo top, la sensación de poder, de victoria personal. Ese instante de puro disfrute era lo que lo motivaba a seguir adelante, a pesar de las caídas y los fracasos. Los miedos se mezclaban con la motivación, creando un cóctel emocional que lo hacía sentirse vivo. —¿Qué era sino la vida? Se preguntaba. Sabía que no estaba solo en este viaje; sus amigos, su familia y su entrenador le habían dado apoyo en cada paso del camino. Sentía una profunda gratitud por cada ánimo recibido, por cada consejo compartido.
Mientras esperaba su turno, cerró los ojos y se imaginó a sí mismo escalando, moviéndose con gracia y precisión, sintiendo cada presa dominada entre sus dedos. La visualización era una técnica que había aprendido para combatir la ansiedad, para transformar los nervios en energía positiva. Se vio superando cada zona, llegando al top, y sintió una calma muy profunda, casi hipnótica.
El momento llegó, dijeron su nombre. Jan se puso de pie y caminó hacia la estructura de bloques con una determinación renovada. Cada movimiento era una danza, un acto de fe en sí mismo. Ni siquiera sentía los ojos del público sobre él, concentrado solo en el presente, en los colores delante de él. Las formas y posiciones de los bloques dictaban sus decisiones, creando una danza improvisada de gestos que le permitían seguir en su ascensión.
En un momento de incertidumbre, sintió una duda que amenazaba con hacerle caer, pero recordó las palabras de su entrenador y sintió la presencia de su familia y amigos animándolo desde la distancia. Respiró profundamente y se lanzó al siguiente reto.
Vio las caras de los otros competidores, los ojos de sus padres, las comisuras de los labios de su entrenador, los gestos de competidores y de amigos.
Todo se había decidido en un instante. París, con sus calles antiguas y su majestuosa arquitectura, sería para siempre el lugar donde había descubierto la verdadera fuerza de su determinación.